Nos encontrábamos en la playa y la arena se enredaba en nuestros pies descalzos y cansados de tanto caminar, pretendiendo perseguir un ocaso que tal vez nunca llegaría. Las olas formaban las mejores crestas de la época pero nuestra enfermedad de cabalgarlas con nuestras naves de madera no se hacia presente, algo nos hacia inmunes. Tal vez esa inmunidad no era precisamente eso, algo más grande le ganaba a las ganas de gozar el rato. Hemos compartido veinte puestas de sol, de ellas solo una pudo llegar a merecerse un desayuno, pero bastó solo un alba para darnos cuenta del abismo vertiginoso en el que estábamos depositando nuestra experiencia. Y es que ahora el juego se hizo vértigo y el vértigo una condena.
El alba: misteriosa imagen cuando se la ve en una fotografía, inmóvil, creciendo en el horizonte y refractando sus rayos fluorescentes en el agua salada. Nunca me hubiera imaginado que con ojos propios se vería tan espectacular fenómeno, poder ver cada pulgada de esa esfera en llamas resurgiendo como del fondo del mar, y el mar reflejándolo desde abajo como un espejo arrugado que distorsiona su aspecto, que le da vida. Y luego nuestros cuerpos vibrando en la arena, y tus palabras incorporándose en mi mente, y el vértigo de lo prohibido recordándonos el límite del cariño, y tus labios fundidos en mi cuello implorando que detenga el tiempo.
Y llego el momento, cuando el sol nació totalmente, cuando su cuerpo encendido en llamas se dejo ver por completo y nuestros sentimientos, desnudos, dejaron caer la última lágrima que fue disipada por cuatro labios que se rozaban y por barbas de hombres raspando rostros desarmados.
Y fue así como en el alba encontramos el ocaso, como junto al agua dejamos nuestros sueños para que ella los refleje desde abajo como un espejo arrugado que distorsione nuestro aspecto y nos haga ver hermosos, naturales como el sol naciendo día a día.
